1 feb 2011

Invasión (1969), de Hugo Santiago

El escritor Jorge Luis Borges,
el cineasta Hugo Santiago
No me parece necesario “un padre del cine peruano”. Me ha costado tanto comprender a mi único padre, ¡no deseo revivir esa experiencia nunca más! Ni siquiera me parece necesario “un cine peruano”, ni viejo ni nuevo. Me interesan los individuos o las excepciones. En general, me estorban las nacionalidades. Según recuerdo, el concepto de nación fue una estrategia del poder regio central frente a sus atomizados señores feudales. Toda nación echa mano de su historia y le niega su carácter móvil, contingente; toda nación se presenta, al fin, como un arquetipo digno de ceremonias y congresos. Konrad Lorenz escribió que gran parte de las naciones contemporáneas se basaban en el culto a sus homicidas más prestigiosos (sus héroes). Convengamos en que la madurez pasa por ya no sentirse hijo y por no aceptar, en el mismo paquete, la obligación de ser padre. Es triste cuando Vallejo lamenta que nunca alcancemos la edad de quienes nos procrearon; esas debilidades tiene Vallejo (como bien lo señaló Paz, es la poesía de una víctima de la historia).

Para mí, Invasión lleva el asunto de la identidad por otro lado.

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En la segunda mitad de los años sesenta del siglo XX, luego de un par de cortos y de la cancelación de su primer largo, el joven realizador Hugo Santiago decidió filmar en Argentina, su país de origen —ya se había asentado en Francia, donde ha residido la mayor parte de su vida—, una historia a la manera de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Entonces, buscó a los dos amigos escritores y los convenció de que ellos se podrían imitar a sí mismos mejor que nadie. También les contó un esbozo de argumento, a saber, una ciudad sitiada y un grupo de hombres que la defenderían en secreto. También les contó un título, que abarcaría la pantalla en el arranque del metraje: Invasión.

Los dos amigos escritores se entusiasmaron y, al cabo de un mes, entregaron un argumento de veintitantas páginas; no continuaron pues, en sendas oportunidades, sus guiones habían quedado en el papel. Todavía sin un productor, Santiago les aseguró una buena paga. Lamentablemente, Bioy tenía previsto un viaje a Europa, que lo ausentó varios meses. Ya bastante ciego —aún no del todo ciego—, Borges le dictó las acciones, los personajes y los parlamentos a Santiago durante un año de trabajo intenso, disciplinado y risueño en la dirección de la Biblioteca Nacional de la República Argentina.

Excepto una línea, que fue aporte del joven realizador, los diálogos nacieron de Borges, pero no a la manera del Borges filosófico, metafísico, elegante o anglófilo, sino a la manera de Honorio Bustos Domecq, vale decir, como si Bioy hubiera participado directamente en la redacción de la historia: una parodia del barroquismo, una parodia de la parodia. Más que diálogos, Borges inventó todo un dialecto, una variante del español jamás escuchada ni pronunciada en la realidad. El exceso de color local es el rasgo distintivo de ese dialecto, pero la referencia de esa localidad es un problema divertido.

La acción se contextualiza en una fecha libre, 1957, un año sin grandes efemérides en su haber[1]. En Invasión, Buenos Aires es más pequeña y simétrica, una ciudad distinta, siempre identificable. A la Buenos Aires que llevaba en su memoria, el guionista Jorge Luis Borges la cruzó con el recuerdo del cinematógrafo que había visitado durante su juventud: film noir, antihéroes, westerns, los residuos o mutaciones de la épica en la cultura popular del siglo XX. El resultado es un inventario, un saqueo y un cruce de varias imaginerías: lo porteño y su música; el Hollywood clásico; la serie B; la ciencia ficción; la obra de Jorges Luis Borges y la figura de Adolfo Bioy Casares; la Nouvelle VagueSi bien la impronta de Borges es omnipresente, el tratamiento o puesta en escena se ubica en la otra orilla del clasicismo formal; de ese contraste nace la peculiaridad del primer largo de Hugo Santiago. A mi juicio, importa ir desmontando esa “teoría del autor” que se inclina frente a un demiurgo que es un director que insulta a sus actores y los compara con ganado: si un filme es valioso, es único, y su análisis también lo será. Las películas suelen ser un hecho colectivo. 

En Invasión, Buenos Aires se llama Aquilea, un nombre clásico de ciudad sitiada.

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Inútil resumir el argumento de Invasión —acaso interrumpiría el goce de cada individuo que la descubra—; basta con subrayar la paradoja de que el gusto, llamémoslo clásico, de seguir o armar una historia se actualiza gracias a una ruptura formal permanente: escasa movilidad o gesto amateur de los actores; raccord siempre visible; banda sonora reconstruida por completo, articulada en distintos planos y repleta de personajes; etcétera. Todo ese despliegue se halla al servicio de la prédica narrativa de Borges, a saber, cero sicología, presencias, meros comportamientos. A Santiago le cabe, entonces, el mérito rarísimo de haber comunicado los mundos de Bresson y de Borges: aparentes antípodas[2].

La idea narrativa que Borges asociaba al clasicismo, a saber, el acopio de detalles circunstanciales, es el dogma de Invasión: la historia del filme no es “verosímil”, el conjunto avanza a golpe de estereotipos, pero nunca es evidente si esta escena posee una importancia estructural grande, o si aquella no pasa de ser una broma o un anexo (los famosos “tiempos muertos”). La trama avanza sin fisuras hacia una cohesión final o una revelación, a imagen y semejanza de esa literatura policial que Borges y Bioy tanto admiraban; y, sin embargo, la puesta en escena se resuelve, siempre, de manera distinta; Invasión no incluye escenas idénticas.
 
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El dato escondido es una de las formas más ingenuas de narrar o, cuando menos, la forma más susceptible de erosionarse en un segundo consumo o visionado —difícil sorprenderse de lo ya visto—; el dato escondido presupone que la historia en sí resulta más valiosa que la lectura de cada espectador y, por ese motivo, acaso se encuentre en franca discrepancia con la sensibilidad ¿vigente?

En Invasión, sin embargo, es difícil imaginarse una vía más atinada que el dato escondido: si los personajes luchan e ignoran por qué luchan, conviene que el espectador también lo ignore; así, todos por igual dependerán del viejo y parsimonioso don Porfirio, ese porteño arquetípico que, mate en mano, organiza los hechos mientras dialoga con don Wenceslao, su gato negro, acaso el verdadero cerebro de la resistencia (un rasgo típico de Bioy). El espectador no puede saber ni siquiera si don Porfirio es un hombre inteligente, si tiene un plan.

Solo así, con esa distancia e ironía, la película puede asomarse a temas de veras abisales: el amor a una nacionalidad difusa, a una identidad inasible, pero auténtica; las raíces del fanatismo; la confianza en ese Gran Otro Simbólico que, con aparente anarquía, dispone de las vidas ajenas en pro de una causa superior, siempre oculta al individuo que se inmola. Cada desplazamiento de los personajes es épico —porque siempre están salvando una ciudad, una tradición, una manera de ser, ¡un lenguaje!—; cada parlamento nos recuerda lo obvio, a saber, que los personajes no son “reales” ni “conmovedores”, sino apenas una acumulación de simetrías y detalles.

En general, lo épico se opone al humor. Invasión es una película épica, dominada por el humor.   

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Cada cierto tiempo, Hollywood suelta parodias que deconstruyen todo un giro de su producción industrial, ya sean las slashers, las comedias de adolescentes hiperexcitados, los desastres, los vampiros, los hombres lobo, la anticipación apocalíptica, lo que esté de moda. A mí esas parodias gruesas se me antojan más interesantes que sus originales; tal vez porque no apuntan al Oscar, se permiten incorrecciones y flagrantes extravagancias. Sospecho que ninguna otra cinta de Hollywood muestra un beso tan ensalivado como el que una anciana y una jovencita intercambian en el siguiente video:



No es otra tonta película norteamericana (Not Another Teen Movie, 2001),
de la Columbia Pictures Corporation

Si el género se mantiene vigente, el requisito es la credulidad del espectador, su pasividad, su ociosidad, su “cinefilia”, su desinterés crítico. Pero ¿qué sucede cuando una obra ya ha diseccionado toda una forma de narrar? ¿Se puede seguir aplicando el guion?

Walter Benjamín explicaba que los primeros románticos alemanes habían apostado por la prosa y la novela debido a que esas formas de escritura, en algún momento, se habían hallado libres del peso de una tradición. Aunque, famosamente, Gustave Flaubert también creía que a la novela le faltaba “su Homero”, en 1857 pudo imprimir la tragedia de una lectora de novelas románticas que se mataba por no haber hallado romance en su vida cotidiana, vale decir, Flaubert ya había percibido el género…

“Género” no es, por supuesto, un término válido exclusivamente para el cine. Sin categorizaciones, no es posible el pensamiento, y varios siglos de filosofía occidental han venido investigando las gradaciones que la mente articula para entenderse. Ahora bien, de todos esos siglos, ¿cuántos han girado alrededor de la perspectiva del individuo?

Seyla Benhabib ha analizado bien el intento de objetividad absoluta que se planteó Descartes: un individuo busca la intuición de la universalidad del pensamiento, anhela retraerse y devenir, en el vacío, espectador de sí mismo; en tan loable empresa, sin embargo, omite el hecho de que un instante cero de su subjetividad es imposible. Como diría Norbert Elias, el homínido de la prehistoria también se hallaba en la historia (al igual que nosotros, que leemos a Norbert Elias).

El gesto de Descartes es, al mismo tiempo, humilde y ambicioso: quiere solucionar el viejo tema de la ciencia metafísica, quiere exponer los fundamentos de la cognición. Ante la posibilidad de un “genio malvado” que todo se lo ocultara por idiotez o por tedio, es fama que Descartes necesitó de un dios adulto que cerniera la verdad de la mentira; también es fama cuál fue el diagnóstico de Nietzsche, siglos después, a propósito de ese Administrador de lo Cierto… La historia del ser humano que duda sobre el acto de conocer y trata de entender esa duda sin auxilio de su tradición epistemológica es la historia de la modernidad; la tan mentada posmodernidad acaso se imponga una vez que el ser humano admite que, también en la investigación por la objetividad absoluta, interviene su circunstancia efímera. El yo cartesiano se descubre a sí mismo como producto de una cultura, fabricado en serie, hijo de su tiempo; no se ha elegido a sí mismo y, por lo menos, le tiene que molestar la idea de “género”; yo soy otro, empieza a defenderse.

En los ensayos de Octavio Paz, de los que me siento tributario, he aprendido que la ironía distingue al consumidor cultural moderno. Paz se refiere a esos momentos en que la obra de arte subraya el vínculo problemático entre el significante y el significado, vale decir, la incapacidad de cualquier lenguaje para relacionarse con la cosa en sí kantiana: aletheia, el viejo concepto griego de verdad como desocultamiento. Con todo, ese proceso de ruptura, ya lo advertía Paz, desembocaba en su propia tradición, una paradójica tradición de la ruptura o un culto insaciable de la novedad: nos interesa lo que ya no podemos entender, porque ahí la significación no tiene bordes; lo primitivo se puede tornar frívolo, porque ingresa en el mercado del arte, y lo rupestre se vende como avant garde.

En un ensayo de Žižek, acabo de leer un párrafo que, estoy casi seguro, viene a cuento. Tras enumerar varios patrones de discurso demagógico, Žižek esboza un análisis générico. He aquí ese párrafo:

La operación puramente formal que produce, en todos estos casos, el efecto de profundidad es quizá la ideología en su máxima pureza, su ‘célula elemental’, cuyo vínculo con el concepto lacaniano de significante-amo no es difícil de descubrir: la cadena de significantes ‘ordinarios’ registra algún conocimiento positivo sobre la falta de techo, mientras que el significante-amo representa la ‘dimensión verdaderamente esencial’ sobre la que no necesitamos hacer ninguna afirmación positiva (por esa razón, Lacan designa el significante-amo como el ‘significante sin significado’). Esta matriz formal atestigua de manera ejemplar el poder contraproducente de un análisis formal del discurso de la ideología: su debilidad reside en su misma fortaleza, ya que es obligado, en definitiva, a ubicar la ideología en la brecha entre la cadena significante ‘ordinaria’ y el significante-amo excesivo que forma parte del orden simbólico como tal[3].
Acaso Paz diría que el ser humano es el animal que, por naturaleza, anhela siempre más; acaso Borges diría que incurrimos en la paradoja de figurarnos el infinito, concepto que invalida, neutraliza o degrada nuestra sique, por naturaleza limitada. El mismo hecho de pensar implica generalidad; pensar solo es viable si contrasta algo con un fondo de verdad que siempre-ya está activo; ese fondo de verdad, que permite el conocimiento, es, por definición, borroso, creciente y fantasmático. No es una cuestión rebuscada ni baladí, aunque, para expresarla, no siempre se eviten redundancias, tautologías o iteraciones: la manera en que nos relacionamos con la noción de totalidad define nuestra salud síquica. Ya insistió Heidegger en que generalizar es la operación misma del lenguaje, la casa del ser...

De la incapacidad para sentir la naturaleza por completo porosa del lenguaje, se sigue una confusión entre lenguaje y género. En efecto, si todo puede ser comparado con algo, se juzga absurdo denunciar al género cinematográfico en tanto en cuanto “encajone” o “englobe” productos. Acaso también se crea estar llamando la atención sobre uno de los peligros de la creación estética posmoderna: el solipsismo, el encerramiento en los gustos arbitrarios, el absurdo, la renuncia a la complejidad de una estructura.

Yo quisiera colocar el acento en otra parte: el género cinematográfico es una codificación operada en realidades necesariamente hegemónicas, mercantilmente prepotentes, y no podemos esperar que brinde los márgenes idóneos para reflexionar sobre nuestra experiencia. Si vemos una “película peruana de acción”, un “policial cholo”, una “reconstrucción de época con sabor nacional”, una “amable comedia de situaciones con personajes prefreudianos”, tenemos que, por lo menos, redoblar nuestra atención.

El género es un arma industrial, adormece al consumidor y lo distrae. Acaso también sea un mal necesario. Las industrias dan trabajo, y el Perú necesita puestos de trabajo.

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En el prólogo de 1969 a su segundo libro de poemas, Borges es irónico:
Hacia 1905, Hermann Bahr decidió: “El único deber, ser moderno”. Veinte años después yo me impuse también esa obligación del todo superflua. Ser moderno es ser contemporáneo, ser actual: todos fatalmente lo somos. (…) Olvidadizo de que ya lo era, quise también ser argentino[4].
A mi juicio, en esas líneas, Borges expresa la fe en que un objeto estético no solo contenga, sino acelere la totalidad de los referentes de su específico marco de creación: el arte como (tal vez la única) manera de aprehender esa trama de acuerdos tácitos e implícitos que articulan el lenguaje de una época. Me parece el centro crítico de la noción de obra de arte moderno: experimentar con el contexto.

En las películas peruanas que vi mientras crecía, a menudo había un chirrido que, tal vez, luego de Invasión, se me plantee un tanto mejor: esa necesidad imperiosa de expresar la realidad y cumplir con los deberes del artista. Y quizá todo el espinoso problema haya nacido de una percepción pobre de esa misma realidad.

Borges y Santiago inventan el aquileano: son parlamentos que estiran, destruyen, miran con ternura, tergiversan y ridiculizan el sentir porteño. En cambio, de una visión del cine que no ha pasado de Bazin —de la pobre percepción ontológica de Bazin—, acaso provengan ese “carajo” con subrayado teatral, el gusto por ese “uy, qué rica chola” con mueca explícita, el recurso a ese “báñame con el rojo de tu menstruación” que apenas ha mejorado (sustancial, exponencial, festival, profesionalmente) la calidad del encuadre. ¿Por qué el aquileano puede sonar más auténtico que el español de la mayoría de las cintas peruanas?

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Julián Herrera (Lautaro Murúa), a punto de experimentar la tortura;
Argentina, a punto de experimentar el terrorismo  
Entre las muchas fascinaciones que depara Invasión, se cuenta que su juego de referencias cinéfilas y literarias, de apariencia y exterior tan fríos, posibilita —es más: impone, exige— una lectura política: el estadio de fútbol, ese doloroso símbolo de la violencia política latinoamericana, se convierte en el anfiteatro de la caída y muerte del resistente (¡y el primer diálogo de la película es una meditación folclórica, al desgaire, sobre fútbol!); la picana eléctrica acecha en una escena de ciencia ficción policial de serie B (¡y el dolor y la locura del género se desplazan!); una música popular sobria, lastimosa, es una forma de filosofía aún no corrupta o esencial (¡y quien canta salta en el espacio y en el tiempo!)

Hugo Santiago aclara que, durante la escritura del guion, nunca se discutieron profundidades simbólicas.

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En 2009, el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) editó Invasión en DVD e incluyó dos extras que me parece valioso comentar.

El primero se llama “Borges/Santiago” y registra una hora de diálogo entre el crítico David Oubiña y el hoy envejecido cineasta Hugo Santiago. Es prácticamente un solo plano, que sufre por ahí un corte intempestivo a causa de problemas de iluminación. El diálogo transcurre en el mismo ámbito donde se escribió Invasión, vale decir, en la dirección de la Biblioteca Nacional de la República Argentina. (Borges fue un empleado público). Si deconstruir es acercarse a un origen o tratar de intuirlo, y si ha de hablarse del arte de la narración y de sus dificultades técnicas, está bien el recurso a la forma oral primigenia.

El segundo extra se llama “Aquilea: nueve pequeños filmes sobre Invasión” y se desarrolla en distintos rincones de Buenos Aires donde el rodaje, efectivamente, se llevó a cabo. Ya está dicho que Invasión es un homenaje a una ciudad a punto de ser colonizada, arrasada, tal vez olvidada; juzgo hermoso que, para hablar de ese largo, Oubiña interrogue a Santiago en locaciones desdibujadas, en sitios que se han perdido.

Mi lectura de la película se expande: ahora tengo más dudas.

¿Contra esa invasión luchaban Julián Herrera y sus hombres? ¿Contra el inevitable cambio de una vida en común? Borges, que mencionaba el panta rei de Heráclito como la enseñanza cardinal de Occidente, ¿pudo discurrir una fantasía tan filosóficamente reaccionaria? ¿De esas sutilezas puede alimentarse una película? ¿Existe un medio más idóneo que el audiovisual para asir la inevitable destrucción de una cultura?

El trabajo crítico de David Oubiña, excelente.

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Para renovar, expandir o continuar Aquilea, Santiago trabajó con el escritor Juan José Saer. Fue producción francesa, y se llamó Las veredas de Saturno  (Les trottoirs de Saturne, 1986). El ciclo de Aquilea refresca ese debate entre cine y literatura que parecía tan anodino, circular, poco estimulante. ¿Cómo traducir el ritmo literario al audiovisual? Bueno, al interesado en esa pregunta Invasión tiene que interesarle.

La red me informa que, en setiembre de 2009, Hugo Santiago buscaba locaciones en Argentina para Adiós, su tercera película sobre Aquilea. Esta vez, ha escrito el guion sin colaboradores. Al respecto, declaró:


Las dos películas precedentes de la trilogía aparecen en la memoria de los aquileanos de hoy. Los personajes del filme, los jóvenes, conocen esas películas como películas. Por eso Adiós no tiene una continuidad narrativa, de trama con las anteriores. No, hace mucho más que eso: las integra completamente y en el pasado de Aquilea existen esas dos películas que hizo un cineasta que ahora vive en París. Entonces aparecen elementos de Invasión o de Las veredas de Saturno, pero mencionados, como citas. Y el protagonista conoce muy bien esas películas porque las hizo un amigo suyo, las lleva consigo, y en Aquilea se encuentra con gente que también las conoce. Y como sucede en la realidad, mucha gente de ambas películas está muerta, la mayoría de los actores de Invasión [...] están muertos.

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Nada menos discutible, en este otoño, desde luego lluvioso, de 1965, es que Melpómene y Talía son las musas más jóvenes. Tanto la máscara sonriente como la de su hermana que llora han debido salvar, según preconiza Myriam Allen Du Bosc, casi insuperables obstáculos. En primer lugar, el influjo avasallador de nombres cuyo genio no se discute: Esquilo, Aristófanes, Plauto, Shakespeare, Calderón, Corneille, Goldoni, Schiller, Ibsen, Shaw, Florencio Sánchez. En segundo, las más ingeniosas moles arquitectónicas, desde los sencillos patios abiertos a todos los rigores de la lluvia y de la nevisca, en que Hamlet dijera su monólogo, hasta los escenarios giratorios de los modernos templos de la ópera, sin olvidar el antepalco, la cazuela y la concha del apuntador. En tercero, la vigorosa personalidad de los mimos —Zaccone, ese gigante, etcétera— que se interpone entre los espectadores y el Arte, para recoger su cosecha pingüe de aplausos. En cuarto y último, el cinema, la televisión y el radioteatro, que amplían y divulgan el mal, mediante alardes puramente mecánicos.

Héctor Bustos Domecq, "El teatro universal"
(incluido en Crónicas de Bustos Domecq, 1967)



[1] Es una bella astucia: acaso lo que vemos en la película ya sucedió y nosotros también somos herederos de ese triunfo o víctimas de esa derrota, y no lo sabemos; acaso la verdadera historia de Buenos Aires empezó en 1957. 

[2] Al respecto, escribió David Oubiña: “Sin duda el común denominador entre ambas [tradiciones creativas, la de Bresson y la de Borges] es el rechazo del realismo entendido como ideología estética de reproducción”. Cotéjese este lúcido juicio con el reproche que Desiderio Blanco le dirigió a La muralla verde (1970):(...) es utópico tratar de buscar en el cine de este autor algún rasgo que pueda acercarnos a la realidad. Robles utiliza las imágenes despojadas de todo referente objetivo: son imágenes puras, lo que para él quiere decir abstractas. Las apariencias que captan no tienen ninguna función en la creación del universo fílmico (sic)”.

[3] Slavoj Žižek, “El espectro de la ideología”, en Ideología, un mapa de la cuestión, Slavoj Žižek (comp.), Fondo de Cultura Económica, 2005. La traducción que he transcrito la firma Mariana Podetti.

[4] Jorge Luis Borges, “Obras completas (Tomo I)”, página 55, Emecé Editores, 1996.

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