23 abr 2013

La revolución de la mano dadivosa (2009) Un artículo de Peter Sloterdijk


A mediados del año pasado, la Paulaner (Weißbier) se convirtió en mi cerveza favorita. No la encuentro en Lima. Tiene un sabor parecido a la chicha de jora.

Me interesa mucho la escritura del filósofo Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947). Vía Wikipedia en alemán, me enteré de que, el 13 de junio de 2009, en la Frankfürter Allgemeine Zeitung (FAZ), había publicado un artículo polémico: “La revolución de la mano dadivosa”. Sloterdijk había recomendado la puesta en práctica de “impuestos voluntarios", que segaran la semilla de odio intrínseca en el fracaso del Estado de Bienestar europeo. No habría otra manera de salvar los valores de la democracia.
Le cayó con palo: lo acusaron de usar datos fantasiosos más que imprecisos, lo acusaron de ser ignorante en materia económica y de ser un defensor del statu quo de la explotación y la diferencia. Sloterdijk les respondió a sus críticos que no sabían reconocer la literatura cuando la tenían delante de los ojos. Él es un conservador liberal elegante.
Me interesan mucho la escritura y, también, la actuación pública de Sloterdijk —hasta el año pasado, coanfitrión de un programa de televisión—, porque su inevitable raíz alemana lo constriñe a desactivar radicalismos. Se ha pronunciado a favor de discutir la eugenesia.
La distopía esboza uno de los muchos futuros posibles, tendríamos que esperar el paso del tiempo para saber si el diagnóstico de Sloterdijk tuvo algo de eco en la realidad... Si lo tuviera, sería una catástrofe, el final de la cultura, el triunfo sin retorno de la razón cínica... Las "consecuencias posdemocráticas" de tal escenario son inimaginables. Creer que la historia se ha detenido o ha encajado en un marco teórico preciso es no haber entendido nada de la historia; con todo, el pensamiento debe moverse y actuar. 
Me parece que el artículo que ahora traslado no contaba aún con versión en español. (Ya no encuentro más en la red una versión en inglés; creo haber hojeado un libro respecto de este tema en italiano). Si tal fuese el caso, me gustaría estar aportando.

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La revolución de la mano dadivosa

La crítica izquierdista del capitalismo define la propiedad como un robo. Y, sin embargo, nadie arrebata más que el estado moderno. Vivimos en un semisocialismo que, mediante impuestos oficiales, quita en grandes cantidades. Y, sin embargo, nadie ha abogado por una guerra civil de índole fiscal.

Según los clásicos, la arbitrariedad y la ingenuidad se encuentran al principio de todas las relaciones económicas. En la cláusula introductoria de la segunda parte de su Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres (Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes, 1755), Jean-Jacques Rousseau estatuyó lo principal del asunto: “El primero que, habiendo cercado un terreno, se aventuró a decir: ‘Es mío’, y, de inmediato, halló personas suficientemente ingenuas para creérselo, ese sujeto fue el verdadero fundador de la sociedad civil”.  
Así nació lo que llamamos “vida económica”: el constructor de un persuasivo cerco se enseñoreó de un terreno mediante un acto de autoritarismo verbal: Ceci est à moi! El primero que arrebata es el primer empresario; el primer ciudadano es el primer ladrón; a este lo acompaña, inevitablemente, el primer notario… A fin de que se haya constituido algo así como una economía primaria de explotación agrícola que generase excedentes, se presupone una “acción imperativa” preeconómica, nada más y nada menos que el gesto rudo de una toma de posesión. Con todo, esta posesión necesitó legalizarse. Sin el asentimiento de esos “ingenuos” que creyeron en la validez del arrebato primigenio, ningún derecho de propiedad se habría sostenido en el tiempo.
Lo que ha empezado como una ocupación territorial se formaliza una vez que la propiedad se registra. Es decir: primero la arbitrariedad, luego su validación y reconocimiento legales. Así pues, el misterio de la sociedad civil reside en la consagración ulterior de aquella iniciativa prepotente. Todo depende de haber sido el primero. Tras el robo fundacional, se expedirán los certificados de ley. A quien llegue demasiado tarde la vida lo castigará con ahínco. Pobres serán quienes habiten del lado equivocado del cerco. Para ellos, incluso antes de subirse el telón del teatro del mundo, ya habrá ganado la mano que arrebata. 

Los fundamentos arbitrarios de toda actividad económica 

Sin duda, el mito rousseauniano de la ocupación de la tierra como origen de la sociedad civil tuvo un gran efecto entre los intelectuales políticos de la modernidad. A Marx el esquema del cerco primigenio lo impresionó a tal punto que pretendió hallar la clave de la protohistoria del capitalismo en la arbitrariedad delincuencial de unos cuantos terratenientes británicos, responsables de la así llamada “acumulación originaria”
Según Marx, esos terratenientes habían cercado grandes extensiones de tierra para que sus rebaños, cargados de lana, es decir, de capital, pacieran sin apuros. Un atropello que no se habría consolidado sin la expulsión previa de quienes, hasta ese momento, poseían la tierra o se beneficiaban de ella.
En adelante, si Marx analizó el capitalismo a la manera de una “Crítica de la economía política”, la base de su enfoque teórico fue una intuición de corte rousseauniano, a saber, que los fundamentos de toda actividad económica eran arbitrarios. La organización de la propiedad, que había comenzado siempre con un cerco prepotente, había atravesado diversos estadios intermedios hasta llegar a la sociedad civil contemporánea. De acuerdo con ese esquema, las primeras acciones de los beati possidentes quedaban equiparadas a delitos genésicos, meras reiteraciones de una suerte de pecado original que, alguna vez, se había registrado en las relaciones de propiedad (más precisamente, cuando lo privado se hubo disgregado de lo colectivo). Un estigma que no cesa de manifestarse en todo acto económico. 

Compensación por la injusticia primigenia

Puntos de vista de tal índole sustentan un hábito moderno que, por lo demás, ha sido característico no solo del marxismo, a saber, la pérdida de respeto al derecho vigente y, en particular, al más burgués de los derechos consagrados: la intocabilidad del patrimonio. En efecto, se tornará un irrespetuoso quien empiece a ver la situación “existente” como el resultado de una injusticia primigenia. Si un robo fundó la propiedad, deben estar atentos los propietarios, habida cuenta de que, uno de estos días, la corrección de las relaciones económicas, tal y como estas se han desarrollado hasta el presente, reclamará un espacio en la agenda política. A ese fin, bastará que los ingenuos de antaño —esos simples de que hablaba Rousseau— recuerden el “delito” de los constructores del cerco primigenio y, en seguida, posesos de una briosa ilustración revolucionaria, destruyan el cerco contemporáneo. En adelante, la política resarcirá las condiciones desfavorables que se estructuraron apenas se hubo consumado la repartija primigenia. En otras palabras, se ha de reclamar que el botín de los primeros usurpadores torne a lo colectivo. 
En los orígenes de toda acción revolucionaria, es indispensable una “pérdida de respeto” análoga, el convencimiento de que, hechas las sumas y restas, es írrita la existencia de quienes, a la sazón, se presenten como los propietarios “legítimos”. De esa pérdida de respeto a la expropiación tan solo media un paso. Todas las vanguardias proclaman la necesidad de empezar por el principio, que es la repartición de la tierra. 

Ladrones en el poder

Compra de la línea editorial de América Televisión (s/f, segunda mitad de los noventa), intervención de Vladimiro Montesinos


Con ese trasfondo, se entiende por qué, luego de Rousseau, toda crítica económica se haya desarrollado a la manera de una inevitable Teoría General del Robo. En efecto, donde existan ladrones en el poder, más allá del largo tiempo que se les haya tenido por grandes señores moderados, una ciencia económica realista solo podrá desarrollarse si analiza la cleptocracia de los pudientes. 
Desde una perspectiva teórica, se quiere dilucidar por qué los ricos son, también, desde muy antiguo, los imperantes. Quien se encuentre al tanto del arrebato de tierra primigenio se hallará un paso adelante en el caso de que el poder reedite sus abusos. Desde una perspectiva política, la nueva ciencia económica analiza la mano que arrebata con el objeto de dilucidar la única vía que conduzca al resarcimiento del arrebato primigenio; esa vía es la derrota de la oligarquía del presente. Así nació la idea político-económica más poderosa del siglo XIX: contra el robo primigenio, que había beneficiado a unos pocos, el único antídoto era un robo moral, legítimo, que beneficiara a la mayoría. Con un ácido entusiasmo, fruto de la peligrosa conjunción de idealismo y resentimiento, el ala más radical de la Revolución francesa prohijó esa crítica de la cleptocracia aristocrática y burguesa que había empezado con la tesis perfectamente consciente, intencionada y amenazante de Rousseau. 
Si bien el experimento soviético (1917-1990) hizo que, en gran medida, esa idea casi homeopática definiera el siglo XX, ya los primeros socialistas habían acuñado la fórmula: “La propiedad es el robo”. En su célebre ¿Qué es la propiedad? (Qu’est-ce que la propriété, 1840), el anarquista Pierre-Joseph Proudhon escribió tan sugestiva frase, que equiparaba al propietario con el ladrón. Proudhon exigía la revocatoria de las antiguas estructuras económicas y su remplazo por alianzas productivas exentas de toda dirección. En un principio, el joven Marx aplaudió tales ideas con entusiasmo, pero, unos años más tarde, juzgó haber calado más hondo en el asunto de la propiedad, esto es, haber entendido mejor el fenómeno del robo primigenio; así Marx renegó de Proudhon. 

Economía como cleptocracia

 Compra de la línea editorial de Panamericana Televisión (s/f, segunda mitad de los noventa), intervención de Vladimiro Montesinos

Cuando Marx alzó la bandera de la “expropiación de los expropiadores”, usaba un tono perfectamente reconocible, la clásica falta de respeto. Para esa consigna, ya no bastaba con resarcir, en algún momento del futuro, la injusticia tantas veces repetida durante la historia. El marxismo desarrolló una brillante y confusa teoría del valor a fin de abolir las relaciones económicas mismas que permitían ese saqueo continuo, día tras día renovado, que se llama capitalismo. Si tales estructuras fundamentales se sostuvieran en el tiempo, la presunción era que el valor de los productos industriales habría de repartirse, siempre, con injusticia, a saber, el mínimo vital para los trabajadores y los cuantiosos excedentes para los detentores del capital.
De la teoría marxista de la plusvalía se desprendió una tesis seria, cargada de consecuencias, que resultaría siempre decisiva para la crítica de la propiedad: aunque se reconociese en la burguesía a una clase de hecho productiva, también se le consideraba un gremio de cleptómanos, quienes, además, reivindicaban oficialmente la igualdad y la libertad, sin olvidarse, por supuesto, de la libertad de contratación, uno de los pilares de todo intercambio comercial… Para quien reflexionase de tal suerte, el modus vivendi de la burguesía no podría sino tornarse cada vez más reprensible, pues, en realidad, cuando las empresas y los trabajadores se estuvieran vinculando bajo el concepto jurídico de acuerdos de intercambio comercial, estarían reanimando esa “propiedad como extorsión” de que ya había advertido Proudhon. 
Así, por vía recta, se llegó al concepto de plusvalía, un robo supuestamente consubstancial a toda ganancia capitalista. En el pago de los salarios, el arrebato se disfraza de entrega, y el saqueo se presenta como un libre y justo intercambio. Tal caracterización sumaria y moralizante de las relaciones económicas fundamentales permitió que el capitalismo deviniese una proclama de lucha política a la vez que un insulto sistemático.

El motor del crédito
Tarjeta BCP Batman Lima (2013), obra publicitaria del Banco de Crédito

Hoy el esquema conceptual vuelve a la carga: la explotación de los siervos y esclavos feudales continúa con los instrumentos de la explotación moderna o burguesa del asalariado, vale decir, el antagonismo primario entre el capital y el trabajo continúa siendo el motor del orden económico… Pese a la emotividad con que se suele plantear esta tesis, su punto de partida es una representación falsa de las relaciones económicas. En efecto, desde ninguna óptica se puede buscar el motor de la economía moderna en la oposición del capital y el trabajo; más bien, dicho motor se puede descubrir en la oposición de acreedores y deudores. Desde los inicios de la economía moderna, la preocupación por el reembolso de los créditos ha representado un rol de base. Y, respecto a una preocupación de esa índole, el trabajo y el capital han terminado en la misma orilla. 
Al menos en estos días de crisis financiera, los diarios sensacionalistas no cesan de repetir la información de que el crédito es el alma de toda empresa. Los salarios se pagan, inmediata y regularmente, con dinero prestado; solo cuando ha habido éxito, los salarios provienen de las ganancias. La brega por la obtención de beneficios económicos es un epifenómeno de los servicios de endeudamiento, y la fáustica intranquilidad de las empresas, necesitadas siempre del motor del crédito, no es más que el reflejo del estrés de los intereses de sus obligaciones financieras.

Capitalismo y Estado

Con todo, la presunción de que el “capital” es un mero seudónimo de una insaciable energía predadora ha sobrevivido. Piénsese, por ejemplo, en esa bobería de Bertolt Brecht, según la cual el asalto a un banco es insignificante si se le compara con la fundación de un banco… Los clásicos de la izquierda muestran no solo al robo en el poder, sino también la seriedad con que ese robo desempeña su función gobernante y el paternalismo con que ciertas empresas velan por sus empleados. A partir de tales ideas, es inevitable que el “Estado burgués” aparezca como un sindicato protector de algunos “intereses dominantes”, a los cuales, por cierto, todos conocen.   
No sería pertinente enumerar aquí la totalidad de los errores y lecturas sesgadas que se han desprendido de tan aventurado concepto de la propiedad; baste recordar que, por el camino de Marx, Lenin siguió desarrollando la vieja intuición de Rousseau. De los tratados sectarios, el líder soviético extrajo la vieja fórmula de la “expropiación de los expropiadores” y la instrumentó en la esfera del partido único-estatal que ejercía el terror. A Lenin le debemos, pues, la insuperable enseñanza de que los destinos del capitalismo y de su pretendido antagonista, el socialismo, se encuentran inevitablemente ligados a la constitución del Estado moderno.

Un monstruo que todo lo ve dinero

Si se quiere entender la realidad última de la mano que arrebata, es menester echarle un vistazo al Estado contemporáneo; si se quiere mensurar el gran crecimiento del estatismo en nuestros días, sirve recordar el parentesco histórico del liberalismo y el anarquismo tempranos. 
Los dos movimientos aceptaban una premisa falsa, a saber, que formas debilitadas de control central eran inminentes. Mientras que el liberalismo propugnaba un Estado mínimo, casi imperceptible o indiferente a los negocios particulares, el anarquismo discutía la completa erradicación del Estado. En ambas concepciones, alentaba una esperanza típica decimonónica —se puede decir que el siglo XIX fue ciego a la economía como sistema—; dicha esperanza era que la explotación del hombre por el hombre terminaría en un futuro próximo. A ese fin habían de ser decisivas las siguientes circunstancias: en primer término, el derrocamiento, ciertamente aplazado o tardío, de la aristocracia y el clero, poderes improductivos ya estertorantes; y, en segundo término, la disgregación de las clases sociales convencionales en pequeños grupos que, desalienados, se tornarían autárquicos y consumirían lo que ellos mismos produjesen. 
La experiencia del siglo XX nos enseña que tanto el liberalismo cuanto el anarquismo tienen en su contra la lógica del sistema. En el caso de que se hubiera intentado un examen cabal de las actividades de la mano que arrebata, se habría debido empezar por el mayor de los poderes establecidos que diezma la riqueza de los demás, cual es el Estado fiscal contemporáneo, día tras día más próximo a devenir un Estado deudor. Las sociedades de tradición liberal ofrecen ejemplos y señales contundentes, pues, en el lapso de una centuria, han visto con pasmo la transformación del aparato público en un monstruo dispendioso que todo lo ve dinero.

El impuesto a la renta como instrumento de expropiación

El camino al gran estatismo ha sido una fabulosa expansión de la zona de influencia del fisco y, en particular, la introducción del impuesto progresivo a la renta, un instrumento económico que, en la práctica, cumple una función expropiadora muy cercana a los postulados del socialismo, aunque se distingue por un rasgo de veras notable: año tras año se renueva, y el procedimiento seguirá renovándose, al menos, para quienes hayan sobrevivido a la crisis de 2008… A fin de justipreciar la tolerancia y respeto que, en nuestros días, los pudientes manifiestan por sus cargas fiscales, se debe recordar que, con ocasión del primer aumento del impuesto a la renta en Inglaterra —¡del orden del 5%!—, la reina Victoria se preguntó seriamente si no estaban forzándose los límites de lo permisible. Desde entonces, se ha enraizado la costumbre de que unos cuantos actores económicos exitosos aporten más de la mitad de la recaudación nacional del impuesto a la renta. 
Junto a la variopinta lista de novedades y dispendios que afectan y caracterizan el consumo, se produce un hecho resaltante: órdenes estatales de naturaleza por completo fiscal reclaman cada año la mitad de los réditos de sus clases productivas sin que estas le declaren una guerra civil al tesoro público. La consecuencia política de esta suerte de adiestramiento es que todos los ministros de Finanzas se conducen con modales absolutistas. La codicia es su divisa.

La cleptocracia del Estado


Cobertura en directo del juicio a Alberto Fujimori (30 de junio de 2008), de Canal N. Drama judicial peruano 

Así entendidas las relaciones económicas, se sigue con facilidad la escasa pertinencia de indagar si el capitalismo aún tiene futuro. Sencillamente, la pregunta está mal formulada: hoy no vivimos de ningún modo “bajo el yugo del capitalismo”, tal cual lo vuelve a propugnar una retórica tan irreflexiva cuanto histérica; por el contrario, la realidad en que vivimos puede definirse, cum grano salis, como un ávido semisocialismo de Estado que goza del beneplácito de los medios de comunicación masiva; un sistema económico que se asienta en el cobro de impuestos y que, por lo tanto, depende de la propiedad. El rótulo oficial es vergonzante: “Economía Social de Mercado”. Desde que las administraciones nacionales o regionales monopolizaron las actividades de la mano que arrebata, la gran mayoría de los recursos fiscales se han puesto al servicio de tareas comunitarias. Ahora la mano que arrebata cumple trabajos análogos a los que, en la mitología antigua, cumplió Sísifo. Las grandes responsabilidades públicas de la actualidad nacen de las exigencias en pro de la “justicia social”. En general, la idea es que, si se desea tomar mucho de los demás, se les debe retribuir mucho a los demás. 
De la explotación egoísta y directa de los tiempos feudales, la modernidad pasó a una cleptocracia de Estado, legal y casi altruista. El ministro de Finanzas contemporáneo ha llegado a ser una especie de Robin Hood que juramenta frente a la Constitución. Tomar lo ajeno con la conciencia tranquila es un rasgo típico del Estado, un hábito que se legitima, idealista y pragmáticamente, en virtud de su innegable aporte a la paz social. El Estado quita y redistribuye al mismo tiempo a fin de cumplir con diversas aportaciones y servicios. Con respecto a las funciones públicas vitales, las más de las veces, el factor de la corrupción no sobrepasa los límites de su mediocridad inherente, pese a ciertas informaciones alarmantes que, en los últimos tiempos, nos han llegado de Colonia y Múnich... Quien desee contrastar la realidad alemana puede tomar en cuenta la Rusia poscomunista, donde, en apenas unos años de servicio a la cabeza del aparato público, un hombre de orígenes ignotos, Vladimir Putin, amasó un patrimonio personal de más de veinte billones de dólares.

Explotación a la inversa

Observadores liberales alertaron sobre los peligros inherentes a un aparato público que fuese, en esencia, un monstruo que arrebata. Tales peligros eran: la sobrerregulación, que constriñe el impulso empresarial; la sobrecarga impositiva, que castiga el éxito; y el sobreendeudamiento, que infecta de frivolidad las serias tareas administrativas, ya de un hogar, ya de cualquier actividad que exceda el ámbito privado. 
Así mismo, autores liberales fueron los primeros en llamar la atención sobre el hecho de que, en las circunstancias actuales, se hallaba implícita cierta tendencia a una explotación a la inversa. En la antigüedad, es indudable que los ricos vivieron directamente de los pobres; y, sin embargo, en la economía moderna, se puede llegar a la paradoja de que los improductivos vivan indirectamente de quienes sí producen, y el malentendido sería tal que, encima, los improductivos creerían que se les sigue tratando con injusticia y que se les sigue endeudando, tan solo porque de tal suerte se les ha instruido.

Futuro endeudado

De hecho, alrededor de la mitad de los habitantes de una nación moderna, o carecen de ingresos, o ganan poco dinero; por consiguiente, se encuentran exentos de obligaciones tributarias y dependen, en gran medida, de los contribuyentes activos, es decir, del éxito económico de sus compatriotas. Si percepciones de tal índole se esparcieran y radicalizaran, el siglo XXI podría experimentar una vasta ola de pérdida de solidaridad. Sería la formidable consecuencia de que la tesis izquierdista de la explotación del trabajador por obra del capital (poco factible desde hace buen tiempo) le cediera terreno a la tesis liberal de la explotación de los que sí producen por obra de los improductivos (harto plausible desde hace buen tiempo). A día de hoy, nadie quiere imaginarse las consecuencias posdemocráticas de una coyuntura parecida. 

El mayor peligro del futuro del sistema lo representa la política de endeudamiento de un Estado intoxicado de keynesianismo. Así, de manera inexorable y discreta, se viene preparando un escenario que la historia de las sangrías económicas ha ofrecido con asiduidad, desde los tiempos faraónicos hasta las reformas monetarias del siglo XX, a saber, que los endeudados expropien a sus acreedores. En la hora actual, lo inédito del fenómeno es, ante todo, la dimensión pantagruélica de las deudas públicas. El camino por seguir es materia de debate: depreciación, insolvencia, reforma monetaria, inflación; pero las megaexpropiaciones ya están en marcha y, por lo menos, ya se perfila una consigna: “El presente está saqueando el futuro”. Las críticas arreciarán sobre la mano que arrebata por adelantado, ¡incluso a costa de las generaciones por venir! La pérdida de respeto comprenderá también los fundamentos naturales de la vida y se justificará en la continuidad de las generaciones. 
¿Cuál es el único poder que lograría hacerle frente al saqueo del futuro? Para constituirlo, sería necesaria una reinvención sociosicológica del concepto mismo de “sociedad”: nada más y nada menos que una revolución de la mano dadivosa, que aboliera los impuestos obligatorios y los transformara en un don al bien común sin que, por ello, el aparato público se depauperase. Sería un cambio timótico radical, y su objetivo sería demostrar que, alguna vez, el amor propio del individuo ganó la que parecía una eterna pugna con la codicia.

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