30 jul 2011

Diálogo con Lucrecia Martel


Diálogo con Lucrecia Martel from CZB on Vimeo.

En agosto de 2010, Lucrecia Martel fue jurado del Festival de Lima. A mi amigo Luis Pacora, videorreportero del grupo 'El Trome', le dije: "Si la entrevistas, llévame, quisiera conversar con ella".

Mi interés por el cine de Martel nace, en buena medida, del interés que siento por los temas que a ella le interesan: burguesía, moral y representación; micropolítica; lectura atenta del género;  mirada fascinada de la experiencia religiosa como enemiga de otros misterios más urgentes, palmarios y cercanos; la sexualidad de la adolescencia como una amenaza sorda para un sistema que nadie percibe, que victimiza a todos y que tal vez no exista, etcétera.

A la hora de registrar este diálogo, lamento haber conocido solo su admirable ópera prima, La ciénaga (2001). Ahora ya he visto sus otros dos largometrajes.

De arranque, le mencioné mi enorme interés  por Invasión (1969), de Hugo Santiago, y Martel lamentó que esa obra hubiese quedado un tanto "aislada" en la historia fílmica de su país. Ahora creo que debí insistir en el punto: desde Aquilea, me parece, llegan  ese theremyn de La niña santa (2004) y, sobre todo, esos platillos voladores que, invisibles, de un momento a otro, acaso precipiten la diégesis en lo fantástico... El complejo aporte del músico concreto Edgardo Cantón al primer largometraje de Hugo Santiago se me antoja un buen antecedente para uno de los aspectos más notables de la producción de Martel: el uso del sonido. 

En otro instante —hablábamos de cinefilia, para mí una enfermedad, para ella nada grave—, Martel precisó que, en sus años formativos, la película que más había revisado era Pink Floyd The Wall (1982), de Alan Parker. De inmediato, yo le comenté que esa influencia no se le notaba; Martel asintió y siguió con otro tema. Ahora creo que debí insistir en el punto: su estilo es el gozo de la pulcritud, el cuidado extremo de la técnica, el pop en estado de gracia. ¡Qué buena noticia! ¡La pulcritud aún podía ser hermosa! Y no solo eso: también subversiva... Tan autónomo, artificial y cohesionado es el estilo de Martel que, sin problemas, se traga referentes muy diversos y los licua a una velocidad rarísima. Me fascina, por ejemplo, esa música tropical andina que, en sus películas, se escucha un tanto al margen del estancamiento mórbido de la pequeña burguesía provinciana, como si algo fermentase al margen de esa percepción dominante. También en la Lima de los ochenta, cuando yo era niño, a la música tropical andina se le percibía con asco, lejanía y extrañeza.

Me intriga y me intimida que una propuesta tan ágil como la de Martel ya no logre buena respuesta en la taquilla. ¿Es La mujer sin cabeza (2008) un reto excesivo para el espectador promedio contemporáneo? Todas las épocas son graves, y el pasado está condenado a transformarse en metáfora y ficción —por estos días, comparto aula con muchachos y muchachas de 17 y 16 años para quienes el 11 de setiembre de 2001 no es una fecha vívida—; y, sin embargo, la acción insensibilizadora de los medios masivos... bueno, digamos que ahora son más. La lucha se desplaza: Internet o muerte, cultura libre o Harry Potter.   

A propósito, leí la extensa discusión que, en su blog 'La lectura provisoria', el crítico argentino Quintín le dedicó a La mujer sin cabeza [1]. Uno de los argumentos axiales de esa discusión: cierto plano de un perro muerto.

A juicio de Quintín, ese plano de un perro muerto encauzaba el misterio y condicionaba la "ética" del desarrollo de la trama. O sea: si no es una película de Ed Wood, debemos suponer juego limpio —por ejemplo, si un actor muere, otro no lo remplazará con el fácil truco de ocultarse las facciones tras una capa—. En primer lugar, debo agradecerle a Quintín que haya subrayado el detalle, porque yo no me había dado cuenta de que era un perro; en lo principal, sin embargo, siento que el crítico argentino ha desbarrado: la intriga del filme es más sutil que un mero rompecabezas.

Si vemos desde el principio La mujer sin cabeza, iremos descubriendo la naturaleza y las consecuencias de un hecho súbito y traumático que la protagonista ha vivido en una carretera poco antes, ¡oh poesía!, de que rompa la lluvia. (Pero la naturaleza no entrega mensajes). La indefinición ontológica es un mecanismo formal: acaso estemos viendo una fantasía o una lenta película de terror, pero quizá todo no pase de ser un ejercicio realista de observación sicológica a la manera de A Woman Under the Influence (1974), de John Cassavetes.  

En efecto, cuando se nos presenta ese inquietante bulto inerte, torpemente amortajado sobre la mesa de una cocina, La mujer sin cabeza todavía no se ha definido “genéricamente”: acaso estemos viendo un compendio de alucinaciones, o la crónica de la tensión entre un mundo paralelo y el mundo real, pero quizá todo no pase de ser las percepciones objetivas de una insípida señora en una dimensión equis a la cual no sabe cómo se ha transportado... Al final, nada de eso importa, porque la burguesía continúa con sus ritos, y esos ritos son tan fuertes e inconscientes que los crímenes y los errores, aun recuperados, aun reconocidos, podrán olvidarse sin exceso de problemas: es el triunfo máximo de la ideología. El tiempo hará su trabajo, y la erosión de la memoria no cesará. Ahí la película se detiene.

Cuando he tenido la suerte de conversar con artistas e intelectuales de gran valía —muchos de ellos desconocidos, aun inéditos—, he notado su modestia; sospecho que es una proficua consecuencia del gran esfuerzo que demanda una obra y de la comprobación, un tanto melancólica, de que, al final, es indispensable la mirada del otro. Pero el arte es indiferente, y la historia nos enseña que muchos artistas de verdad han sido grandes patanes, áulicos, corruptos e, incluso, algo más triste: íntimas rupturas, negadores de la vida, suicidas. Mayor razón, entonces, para escuchar los buenos ejemplos. Luego de haber conversado con ella treinta y tres minutos en agosto de 2010, yo diría que Lucrecia Martel es uno de esos buenos ejemplos.



[1] Lamentablemente, ahora el enlace está roto; realmente, ¿alguna vez lo leí?